En agosto de 1952, ocho años antes de que Yves Klein realizara su performance, periódico y exposición titulada Dimanche, el compositor y artista norteamericano John Cage, presentaba por primera vez en el Maverick Concert Hall de Woodstock su conocida pieza 4’33’’, compuesta para cualquier instrumento o combinación de instrumentos y para cualquier duración.
Esto pasaba siete años después del final de la 2a Guerra Mundial. Estados Unidos al igual que Europa se recuperaban lentamente del gran desastre. Entonces, en un acto de futurismo o ciencia ficción musical, un grupo de personas se reunieron en un duomo de madera instalado en medio de un bosque a oír un concierto para piano. Lo que vino a su encuentro fue un concierto de silencio, un concierto de duración.
El pasado 18 de junio, sesenta y nueve años después de dicho acontecimiento, en La Casa Encendida, nos reunimos un grupo de personas a escuchar un concierto de Nilo Gallego y vivimos una experiencia que inevitablemente conecto con el inicio de este relato.

Vemos a Nilo en el centro del patio, de pie frente a un tambor convertido en tótem, merodear en torno a un enigma. Nilo observa el instrumento y lo deja ver. Posa sus manos a centímetros de la piel tensada de ese animal de sonido. Agita sus dedos, luego sus brazos, después todo su cuerpo. Vuelve a detenerse como esperando una respuesta, un crujido. Sacude sus baquetas de plumilla hasta que éstas emiten un silbido invocador. Lanza una pregunta invisible que todos vemos nítida como un aullido. Se mueve de izquierda a derecha, a veces lento, a veces agitado por una persecución. Respira, emite quejidos, bufa, ladra como un perro. Casi en estado de posesión le vemos emerger en forma de danza improvisada que llama con delirio al sonido, que invoca melodías y ritmos que habitan nuestro imaginario. Busca, encuentra, escucha, tiembla, palpita, oscila, y aunque ni un solo sonido ha sido emitido por el tambor, tengo la sensación de estar escuchando una sinfonía con la orquesta completa, sí, incluso los cañones de la obertura 1812 de Tchaikovsky.
Mientras el concierto_invocación acontecía, de golpe, el pasado se convirtió en futuro. Una onda muda emitida en un tiempo casi remoto surgió en un futuro convertido en presente. Un vortex, con forma de «tambor con ejecutante», un punto de fusión no temporal, en el que el tiempo se volvió elástico e impreciso. Un parpadeo imperceptible que deslocalizó la referencia transportándola y multiplicándola como un fractal , o como el anverso de un pasado y un futuro simultáneos en mi presente.
En la teoría musical tradicional, se considera que el silencio es una pausa, una duración, una nota no ejecutada. Esto siempre me ha hecho pensar en la falta de autonomía que posee el silencio dentro del ámbito de la composición musical. No obstante, es sabido que junto al ritmo y la melodía es un componente estructural en toda composición. No podríamos apreciar todas las dimensiones de la música si no existiera el silencio. Al día de hoy, el valor del silencio está en alza fruto de la excesiva sonoridad de la realidad, resultado de volcar kilos de sonidos a un mundo que viene con banda sonora propia y a la que le agregamos más capas con nuestras maquinitas, desde el sonido de la moledora de café, al amigo que lleva su móvil con volumen alto en el metro.
El sonido es vibración que percibimos como ondas auditivas que se traducen como impulsos eléctricos en nuestro cuerpo. Es decir, que también oímos con el cuerpo. Por otra parte, los oídos no tienen párpados. No podemos cerrarlos, como los ojos, al sonido de la vida. Las vibraciones de los sonidos son una constante que nos afecta y modifica por su pregnancia, por su capacidad de atravesar materias. Capaz de alterar con sus ondas cuerpos sólidos, gaseosos y líquidos. Es de las las pocas fuerzas de la naturaleza, que aún siendo invisible, podemos apreciar, aunque nunca en su estado absoluto. Imagino que hay rincones en el universo donde no hay ningún tipo de sonido.
En la otra cara, a lo largo de la historia, el silencio ha sido potro de doma. Rapto perpetuo por parte de los distintos estilos musicales de su naturaleza indomable, casi inasible. El silencio es un animal salvaje, una bestia colosal con la que convivimos a diario.
En efecto, Drum Invocation me desplazó desde 4’33’’ de Cage, a la escenificación de una potencia muy real: la de todo el sonido contenido en el silencio. A la vez, me llevó por un paisaje salvaje, compuesto por aves de rapiña que amplifican las vibraciones que provoca la danza-silencio de Nilo. Me llevó a la propia piel de Nilo convertida en tensión, en piel tensa, convertida en medium a través del cual se desplazan las vibraciones de un más allá que perfectamente podría ser nuestro futuro.
“Al principio íbamos en pos de lo que podríamos llamar una belleza imaginaria, un proceso de vacío básico en el que surgen muy pocas cosas. […] Y entonces, cuando de verdad nos pusimos a trabajar, se produjo una especie de avalancha que no se correspondía del todo con aquella belleza que nos parecía debía ser el objetivo. ¿Hacia dónde vamos entonces? […] Bueno, lo que hacemos es ir directos hacia adelante; por allí encontraremos, sin duda, una revelación. No tenía ni idea de que esto iba a pasar. Me imaginaba que ocurriría algo distinto. Las ideas son una cosa y lo que sucede es otra.”
John Cage, «¿Hacia dónde vamos? Y ¿Qué hacemos?»

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