M de peinando la muñeca

Foto Paulina Chamorro_Telenovela

En Chile utilizamos “peinando la muñeca” para indicar que alguien está perdiendo la razón o la ha perdido irremediablemente. Lo digo porque esa es la sensación que Madrid me está produciendo a nivel cultural hace ya unos meses. En parte es por la pandemia, pero estoy segura que es por algo que viene de más atrás y que seguramente nunca entenderé completamente. Podría decir lo mismo del presente, de mi barrio, de mis vecinos o de mí misma. A dónde mire, veo un paisaje de «tejas corridas» -otra manera de decir que alguien comienza a actuar enfermizamente fuera del común; “se le corrió una teja”, decimos, sin ánimo de faltar al respeto-. Y observo mi tejado real y me pregunto si alguna vez dejará de tener goteras, que ese corrimiento al que me refiero, comienza a ser estructural o ¿siempre fue así y simplemente yo no me estaba dando cuenta?

Desde que llegué a Madrid en 2007 nunca había experimentado tanto vacío de actividad artística para ser una capital Europea. Una sensación parecida a la lluvia chirimiri -“chispear” por si me lee alguna chilena- que no se nota al comienzo, pero que te empapa cuando ya no puedes hacer nada para evitarlo. Es decir, mientras estábamos confinadas en nuestras casas, y hasta hace pocos días atrás, cuando fue despdido Marcos García de Medialab ¿se ha ido produciendo un desmontaje de la actividad cultural y en particular la escénica de Madrid o me lo estoy imaginando? Nuestro querido Rolando San Martín, casi apoyado en una de las farolas de la plaza del Mercat de les Flors en Barcelona, me contradice contándome que recientemente ha asistido a varios estrenos de la escena convencional madrileña, eso sí, me repite, de la escena convencional. ¿Pero y la no convencional? ¿dónde está? La respuesta es simple: no en Madrid, no por ahora.

No renuncio a estar equivocada y reviso las programaciones del primer semestre de Teatros del Canal, de Conde Duque o de Matadero y solo veo a Rabih Mouré y unos poquitos amigos y conocidos. Pregunto a las amigas si saben de próximos proyectos y lo que saben es que una máquina ha aterrizado en el planeta Marte y que Teatro Pradillo, con su divina resiliencia, aguanta como una roca. Las programaciones de estos grandes y subvencionados espacios me dicen que algo está pasando. ¿La frase “cultura segura” podría estar significando algo más que medidas para no contraer una enfermedad? ¿Intuyo trampa y pienso que está calando incluso a las programaciones? ¿De pronto las direcciones de estas grandes estructuras han muteado la posibilidad de que las expresiones artísticas entablen un diálogo potente con la potente realidad que se nos ha instalado y consiga iluminarnos más allá de ofrecernos entretenimiento seguro?

Aclaro, antes de continuar, que no me refiero a la escena figurativa y convencional que nos cuenta de forma tradicional la historia de la manada, de algún cura o de alguna dictadura latinoamericana. Me refiero a aquella escena que intenta identificar esos factores que aún no reconocemos poniendo en juego la forma y el fondo en el proceso. Una escena que problematiza el control del hecho escénico, soltando parte de sus factores estructurales para ver si eso nos lleva a un lugar que sabremos mientras la cosa está pasando. Me refiero a esa escena que se empeña en escapar de sus propios formatos y temas para ampliarse hasta desbordarse fuera de sí misma.

¿Y con qué me encuentro en esta deriva? con que todos los senderos conducen a Barcelona y uno en particular al ya consolidado Festival Sâlmon. Históricamente, el formato de este festival ha sido convencional. Una máquina efímera de exhibición que se activa y desactiva una vez al año. Que coge a un puñado de artistas, los programa una o dos noches, con poca o nula relación entre sí más que para dar la coherencia que todo festival debe tener para que no parezca un popurri, les paga y hasta el próximo año. Pero este año, en medio de una pandemia, en un ejercicio de lucidez, madurez y responsabilidad se ha puesto al servicio de una cuestión preocupante para las escénicas que merece tiempo de profunda reflexión: el desplazamiento del encuentro directo de nuestras presencias a la completa virtualización de las mismas.

Y no lo ha hecho de manera convencional. Ha adaptado sus habituales procedimientos de festival al problema planteando un juego a partir del lenguaje televisivo, metáfora de la inmersión en la pantalla, proponiendo un formato completamente distinto que desafía incluso la manera en que los espectadores acostumbramos a asistir al teatro. Ha movido todas sus habituales fichas de lugar y ha creado un paisaje específico donde sobre todo resalta la cuestión del tiempo. Tiempo necesario que no solo ha servido para acompañar propuestas, también para pensarlas unas con otras, en relación con las recientes experiencias individuales con la virtualidad, la descorporeización y desterritorialización de los acontecimientos, la relaciones y las presencias fantasma. Tiempo para que todas las implicadas viviéramos una inmersión capaz de hacer zoom al hecho de que lo virtual ha atravesado esa frontera que lo mantenía alejado de las artes escénicas.

Es cierto que eso estaba ahí hace un tiempo y que de muchas maneras estábamos evitando su desencadenamiento. Pero ya está aquí y pensar lo contrario es negar los hechos. Lo sorprendente es que haya sido una estructura tan convencional y capitalista como un festival la que se haya implicado con esta complejidad que está pasando. Un festival, que por cierto, nunca es una abstracción, sino un grupo de personas que ha puesto el cuerpo, recursos, tiempo, energía, afectos y gestión en tiempos de pandemia, donde no lo está colocando la institucionalidad responsable ¿más preocupada por mantener su actividad saludable y su audiencia fidelizada? (una vocecita me dice: “¿y te parece poco? y yo digo: me parece cagón con la que está cayendo”).

Esas curanderas (como las llama Óscar Dasí), programadoras, artistas, madres, gestoras, consiguieron ponerse de acuerdo, sintonizar preocupaciones, activar responsabilidades y accionar lo necesario para que las artes escénicas no solo fueran entretenimiento seguro, también fuera una manera estética de reflexionar virtual y presencialmente en áspera simultaneidad, sobre una cuestión nada banal que no sabemos si traerá más precariedad al sector (¿qué pasará con los derechos de imagen y retransmisión que por ahora consiste en firmar una hoja A4 para cederlos gratuitamente?) o transformaciones profundas en todo el protocolo relacional que constituye el hecho teatral. Personas que llevan espacios independientes asumiendo la responsabilidad de las instituciones, haciendo algo más que reunirse a puertas virtuales entreabiertas; Atlas sosteniendo el mundo. Personas que se podrían haber quedado en sus confortables oficinas, distribuyendo sus estables presupuestos en seguras propuestas escénicas, que optaron por salir a la intemperie e implicarse con la incertidumbre a pesar de tener casi todo en contra.

¿Así que yo me pregunto quién está peinando la muñeca en Madrid que no estamos viendo ni por asomo nada parecido al gesto de las que hicieron posible el Sâlmon de este año? ¿¿Qué está pasando para que los espacios públicos, después de un año de parón, no estén incorporando en la necesaria reflexión sobre las transformaciones que vienen, a los propios creadores, que con sus herramientas y prácticas, pueden sumar mucho más perspectiva que lo que pueden las interminables reuniones por zoom? ¿Qué está pasando Madrid? ¿Estás peinando la muñeca?

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